Las campanas del día de Todos los Santos pican y pican todo el día. Esta es la tortura y la premonición de alguna cosa terrible que tienen que soportar los miembros de una familia obligada a convivir. Un castigo que hoy, día de los muertos, llegará a su límite. Unos muertos que, por otra parte, tal vez retornen para recordar cuál es su condena. Pero no es de los muertos que tenemos que tener miedo, sino de los vivos.
Vaya debut. Otro Porcel, Joan (El Somni), recoge el guante para montar y estrenar -en un mes- un universo opresor, oscuro, endogámico y violento. Al mando de la nave, una firma de la casa y toda una garantía adaptando y dirigiendo: Sergio Baos. Y sobre el escenario un reparto donde todos parecen haber encontrado su molde.
Habla de muerte y de fantasmas el texto original; una tragedia en dos actos sobre los motivos de Simó Gayà -monstruo en apariencia y contrabandista- que bascula entre el costumbrismo y una pretensión ambiciosa: acompañar una transformación que ya estaba en marcha y que desembocó en un mayo francés frustrado pero útil. Las telarañas del pasado caían y se hacía necesario abrir ventanas y renovar armarios.
En ese contexto, subrayado por los sueños de Miquel (el hijo mayor) y la modernidad que destila Joana (la hija) Porcel da rienda suelta a la rabia acumulada, la codicia, la locura y las intrigas. En esas coordenadas se destilan los géneros de la obra, y ahí luce la pieza de Baos, manejando con habilidad la alquimia entre tragedia y cuento de terror a lo Henry James. No era fácil. El resultado es eficaz, emotivo y con momentos de una potencia dramática sobrecogedora. Larga vida a estos condenados.
